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Los tejedores de memorias (01)

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Los tejedores de memorias (01)

I. Ideas iniciales. La memoria como tejido

 

[Esta entrada es la primera de una serie en la que compartiré un texto titulado Los tejedores de memorias, el cual produje como trabajo final de mi maestría en Archivística Histórica y Memoria en la Pontifica Universidad Javeriana de Bogotá (Colombia). Todas las entradas pueden verse aquí, mientras que el texto original, completo con citas y notas, puede descargarse aquí].

 

¿Es el archivo un espacio intrínsecamente pasivo, condenado a la mera recolección y conservación de restos pretéritos? ¿O puede ser una entidad proactiva?

Las preguntas, que aparentemente han sido respondidas de forma afirmativa, tanto en la teoría como en la práctica, en el ámbito de las disciplinas sociales y humanísticas, no parecen haberlo sido con tanta claridad en el de las ciencias naturales. Al menos esa fue la sensación que tuve cuando comencé a trabajar en la Estación Científica Charles Darwin, un espacio de investigación privilegiado, ubicado en las islas Galápagos y gestionado por la Fundación Charles Darwin (FCD). Allí me hice cargo, entre otras áreas, del archivo científico: una colección con unos contenidos únicos, relativamente bien preservada pese a las adversas condiciones climáticas imperantes en la zona, y mayormente ignorada por los investigadores que se desempeñan en la Estación: un cúmulo pluricultural de académicos pertenecientes a varias ramas de las ciencias naturales, y líderes en sus respectivas especialidades a nivel internacional.

Desde mi perspectiva profesional, aquel archivo era un espacio lleno de potencial en términos de gestión de conocimiento y memoria. Pero, al mismo tiempo, parecía ser un lugar estático, totalmente desprovisto de una voz y de unas propuestas propias.

Tales sospechas, fruto de una somera aproximación inicial, se vieron confirmadas tras mis primeros contactos con los científicos residentes y los profesionales visitantes que trabajaban en las islas Galápagos. Para ellos, y con muy contadas excepciones, el archivo de la FCD no representaba una fuente de información. Era un sitio de recepción, de almacenaje o de conservación, siempre calificado con adjetivos relacionados con ideas de pasividad, e incluso de estancamiento o de final. Allí no se iba a buscar o a construir conocimiento objetivo: allí se iba —en el hipotético caso de que se fuera— a revolver subjetivas y polvorientas memorias. Y esa tarea no era una actividad propia de profesionales de las ciencias naturales: quedaba reservada a historiadores y otros profesionales de las "ciencias" sociales.

Todas esas opiniones, recolectadas durante mis primeras semanas en las Galápagos, no fueron nuevas para mí. El enfrentamiento entre las ciencias "puras" y las humanidades, y la condescendiente superioridad que en ocasiones las primeras emplean con las segundas (a las que en general no consideran "ciencias"), es un asunto de larga data. Como lo es la desconexión entre las ciencias naturales más ortodoxas y el contexto humano que la rodea (incluyendo la memoria social y colectiva): una escisión que ha sido puesta en evidencia en no pocas ocasiones. Los archivos son vistos, desde esa posición, como almacenes de anécdotas y detalles pretéritos; son útiles desde un punto de vista histórico, prácticos en algún momento puntual de los distintos procesos de investigación (por ejemplo, a la hora de ubicar alguna pieza faltante en los antecedentes), pero poco efectivos o directamente innecesarios a la hora de "hacer ciencia", es decir, de construir saberes y relatos puramente científicos.

Y, sin embargo, tras más de dos décadas trabajando en bibliotecas, archivos y otras instituciones mixtas e intermedias que se ocupan de gestionar conocimiento y memoria, yo era plenamente consciente de las muchas posibilidades latentes que suelen aguardar, escondidas o no, en esos espacios. Posibilidades de cambio: cambio de perspectiva, de paradigma, de opinión... Con todo lo que ello significa y conlleva.

Fue entonces cuando surgieron las preguntas que abren este texto. Cuestiones ciertamente sesgadas por mi propio desconocimiento que, en principio, estuvieron dirigidas a los archivos en general, pero que más tarde, de la mano de lecturas, charlas e intercambios de opiniones, fueron progresivamente enfocadas en los espacios científicos y, más concretamente, en aquellos que trabajan con las ciencias naturales y la conservación de la biodiversidad.

Espacios como ese que me tocó en suerte liderar en la Estación Científica Charles Darwin, en la mismísima costa sur de isla Santa Cruz, en el archipiélago de Galápagos. Un lugar en donde, estaba seguro, se podían tejer memorias.

***

¿Es el archivo, entonces, un espacio irremediablemente pasivo? ¿O puede ser proactivo? ¿Puede un archivo científico convertirse en un lugar en donde se tejan memorias? Esas preguntas, agrupadas, fueron las que guiaron la redacción de este trabajo, a la formulación de un decálogo de recomendaciones, y a la creación, en 2019, de un proyecto digital llamado Galapagueana.

Un proyecto en donde las memorias de la ciencia en las Galápagos fueron tejidas. O, cuanto menos, enhebradas.

La idea de "tejer memorias" no es nueva. En mi caso, la recogí del título de un texto fascinante que Julia Huang escribió tras su trabajo con las mujeres nómadas del pueblo Qashqa'i, en Irán, entre 1991 y 2004. En sus páginas, Huang opina que "...tejer y sus productos son hilos esenciales en la vibrante trama social".

En el mundo archivístico existen paralelos. Sue McKemmish señala que "los archivos son una red de información registrada, y siempre lo han sido ... Los archivos están modelados por la naturaleza de los hilos que unen a diferentes comunidades".

La metáfora es sumamente visual: el proceso de tejido incluye la cuidadosa selección de los materiales, el entrecruzado de los diferentes grosores y colores para armar patrones y texturas, los muchos contactos de una hebra con todas las demás, la trama que depende de la sólida presencia de todos sus hilos, el crecimiento progresivo de la tela, las muchas posibilidades de ampliación, reducción y conexión... Todo ello puede ser aplicado a varios elementos esenciales de la vida humana: desde la propia sociedad y sus múltiples interacciones hasta la construcción de identidades y memorias.

La memoria colectiva ha recibido una plétora de definiciones a lo largo del último medio siglo. Buena parte de ellas coincide en señalar que es la suma de los recuerdos de un conjunto de individuos: un fragmento de todo lo vivido, pensado e imaginado por los distintos grupos humanos a lo largo de siglos. Un fragmento, solamente, porque de todo lo experimentado por nuestra especie, hemos sido capaces de conservar solo una parte ínfima, casi irrisoria: hemos llegado a la actualidad con retazos de lo que fue, de lo hicimos y supimos. En base a esos retazos construimos esa serie de conjeturas más o menos cercanas a la realidad que llamamos "historia", y levantamos ese inestable edificio que conocemos como "identidad".

Parte de esa memoria ha sido tejida pacientemente a través de la idas y venidas de la intangible oralidad, una de las formas más antiguas de codificación y transmisión de información. La otra parte fue quedando plasmada en una serie de documentos — desde libros a fotografías, pasando por tapices o máscaras— que, a lo largo del tiempo, han sido gestionados en instituciones como bibliotecas, archivos y museos.

Esa actividad de gestión guarda (o, al menos, debería guardar) muchas similitudes con la del tejido: se ocupa de crear urdimbres e ir hilvanando memorias —tangibles e intangibles— para vincularlas y enredarlas. Históricamente, los archivos han jugado un rol esencial en la recolección, reorganización, resignificación, preservación, transmisión y visibilización de memoria colectiva: se han comportado como auténticos tejedores.

Aunque lamentablemente, como queda visto, no es algo que se pueda decir de todos ellos.

 

[Continuará...].

 

Acerca de la entrada

Texto: Edgardo Civallero.

Fecha de publicación: 23.04.2024.

Foto: "Andean weaver". En Catalyst Planet [Enlace].