Unos libros, una maleta, y muchos viajes en barco

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Unos libros, una maleta, y muchos viajes en barco

Crónica de un proyecto bibliotecario en las islas Galápagos (7 de 12)

 

[Descargo de responsabilidad: Este texto ha sido elaborado como una narración de la experiencia personal y profesional del autor durante su estancia en las Islas Galápagos, trabajando incidentalmente para la Fundación Charles Darwin (FCD). Refleja exclusivamente las opiniones y posiciones del autor. La FCD no se hace responsable de dichas opiniones y posturas, y la información sobre la FCD se proporciona sólo como contexto del relato].

[El texto completo de Unos libros, una maleta, y muchos viajes en barco puede descargarse desde Acta Académica].


— VII —


Me alojo en un hotel que se llama "La Jungla" y que se levanta entre un bosque de jelíes o mangles de botón en el límite occidental de Puerto Villamil. Más al oeste comienza el Parque Nacional Galápagos y en esas tierras, innecesario decirlo, está prohibido construir. En realidad, está prohibido entrar: las visitas al Parque Nacional se limitan a un puñado de sitios autorizados y, en líneas generales, deben realizarse siempre con el acompañamiento de un guía naturalista oficial y en el marco de un tour turístico.

El hotel está muy bien ubicado: por el sur, se asoma a Playa Larga, una banda de blanca arena coralina que se extiende desde donde yo estoy hasta un par de kilómetros más allá. Al oeste y al norte hay bosques de manglares frondosos entre los que cantan las exóticas reinitas amarillas y chillan un montón de pinzones de Darwin. Y al este están las lagunas, una serie de reservorios de agua bermeja de escasa profundidad, en donde viven teros reales, patos, gallinetas y flamencos de Galápagos.

Salgo de "La Jungla", camino medio centenar de metros y me paro al inicio del camino que me llevará, a través de pasarelas de madera, a cruzar por encima de esas lagunas y luego, por senderos de tierra y piedra, hasta el criadero local de tortugas gigantes, gestionado por personal del Parque Nacional. Apenas empiezo a andar ya me encuentro rodeado de agua, mangles y plantas acuáticas. Sobre la pasarela dormita un escuadrón de iguanas de todos los tamaños. Bajo ella flota una pareja de patos que me dedican una mirada que aseguraría ser de hastío: al fin y al cabo, para ellos no soy más que el enésimo turista curioso y fotografiante de la semana. Y un poco más allá, un magnífico flamenco rosado va pisando el fondo barroso de la laguna con sus patas kilométricas y segando el líquido —colorado, turbio— con su pico curvo, a la caza de quisquillas y de esos otros crustáceos diminutos que componen su dieta.

Más adelante me topo con otra iguana, que se desplaza nadando por aquel espejo de agua salobre. Va contorneándose, haciendo unas eses muy rumberas con el lomo, y dejando una huella nebulosa de barro removido tras ella. Una pareja de teros camina por un islote de arena, y media docena de libélulas se me atraviesan. Vivir aquí significa estar en contacto directo, todos los días, todo el tiempo, con toda esta biodiversidad. Para el visitante resulta mágico, maravilloso, una experiencia única. Sin embargo, para el residente puede distar mucho de ser tan sublime: en un sitio tan protegido y con tantas limitaciones (comenzando por las de espacio y recursos), la vida cotidiana puede llegar a ser un poco incómoda.

Tras varios meses residiendo aquí, he descubierto que tocar ese tema es tabú. Declarar incomodidades, aseverar que no se vive en el paraíso, quejarse incluso, es algo que no está bien visto. Pero basta entrar en confianza con los locales (y con algunos visitantes de larga data) para que comiencen a aparecer historias de todos los colores sobre las vivencias en "las Encantadas". Y es ahí cuando uno puede redactar una larga lista de presiones, conflictos, choques e intereses creados que desdibujan un poco —o un mucho— la imagen edénica con la que se venden las Galápagos.

Todo eso, esa naturaleza y ese territorio, y todas esas vivencias hermosas y conflictivas, compone la memoria social del lugar: conocimientos hilados y entretejidos a lo largo de las generaciones, a través de miles de experiencias vividas y transmitidas. Y es algo de lo que una biblioteca también debería ocuparse. Especialmente en procesos de conservación que deberían dialogarse desde una perspectiva bottom-to-top, en lugar de ser impuestos desde una posición top-to-bottom.

Las bibliotecas son —o pueden, o deberían ser— espacios en los que se tejan memorias, se dialoguen opiniones, se siembren resistencias. Visto lo visto, todo ello sería sumamente útil aquí.

[Continuará...].

 

Acerca de la entrada

Texto: Edgardo Civallero.

Fecha de publicación: 15.08.2023.

Foto: Libélula en las lagunas de Puerto Villamil, isla Isabela. Edgardo Civallero.

Sé que pueden quemar libros, arrasar bibliotecas, prohibir lenguas, desterrar creencias, borrar pasados, dibujar presentes, ordenar futuros, torturar y ejecutar personas. Pero también sé que aún no han descubierto como matar el cuerpo intangible y luminoso de una idea, de un sueño o de una esperanza (E. Civallero. Cabecera del blog Bitácora de un bibliotecario entre 2004 y 2014).

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