De bibliotecas, ruralidades y micelios

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De bibliotecas, ruralidades y micelios

Decrecimiento (02)

 

Cuando llegamos, debajo del techo de chapa del improvisado comedor humeaba una olla enorme, en donde se cocía el sancocho comunitario: una suerte de puchero en el que había papa, ahuyama, arracacha, pollo y una lista de otros ingredientes que me mareó de solo oírla, y de los cuales yo solo conocía a ciencia cierta la mitad... Saludé a doña Ana, la cocinera al mando del cocido, y arrimé la nariz a los vapores que exhalaba el bataqueado recipiente metálico. Aquello olía bueno. Mejor sabría, solían decir los abuelos de la Vieja Castilla, allá lejos, al otro lado del mar...

...porque yo estaba al pie de las montañas que limitan por el este el crecimiento de la ciudad de Bogotá, Colombia. Allí, en el altiplano cundiboyacense, en la frontera urbano-rural sudoriental de aquella descomunal urbe, se ubica una vereda conocida como El Uval.

Y en esa vereda, todavía verde de pastos y vacía de casas, se alza una pequeña biblioteca, única en su especie: la Biblioteca Popular Agroecológica El Uval. O BAU, como la llaman sus creadores e impulsores. Una experiencia autogestionada, de base, pequeña... E interesante, tanto por su reducido tamaño —lo cual la dota de una cierta autonomía— como por su potencial capacidad para impulsar pequeños (pero significativos) cambios a nivel local, dentro de la comunidad de urbanitas medio rurales o de campesinos medio urbanizados que puebla aquellas lindes.

[Las lindes son fascinantes, especialmente cuando se habla de bibliotecas e instituciones afines, pero también cuando se analiza la circulación de los saberes en ellas. Pues son áreas de choque, de mezcla, de diversidad, inestables, fluidas, en constante evolución...]

La BAU se está moviendo —de momento— fuera del radar y de la atención de las corrientes bibliotecarias masivas...

...lo cual, en mi opinión, le brinda la oportunidad de caminar "al costado del mundo". Y de tomar decisiones y elegir senderos y horizontes que de otra manera quizás no podría elegir con tanta facilidad.

Pero yo estaba hablando de una olla de sancocho, y de doña Ana, que no dejaba de revolver la comida, y de una vieja casa campesina de Cundinamarca, con sus muros anchos y su techo de guadua y teja, y de una biblioteca ubicada en una de sus habitaciones. Y de un terreno de labrantía a su alrededor, en donde don Gustavo, un apicultor convertido en agricultor orgánico, va descubriendo (y compartiendo con quienes quieran escucharlo, que no son pocos) los secretos de la tierra y sus latidos y ritmos a golpe de azadón y de ensayos y errores. Porque así es como se re-aprende a trabajar una tierra que ha sido abandonada por las antiguas manos sembradoras y cosechadoras: preguntando a los que aún recuerdan e intentando reproducir esas técnicas sobre el terreno.

¿Qué sale de la suma de una biblioteca y una experiencia de agricultura orgánica (y de mil cosas más que se conjugan allí, en ese pequeño rinconcito de los faldeos serranos bogotanos)? Pues el colectivo que apoya la BAU aún lo está descubriendo. Eso me dijeron en el conversatorio que tuvimos tras disfrutar del almuerzo y sentarnos en torno a las brasas aún calientes de la cocina comunitaria. Aquella respuesta me fascinó: son muy pocos los que se atreven a confesar, hoy por hoy, que no saben algo y que están en el camino de descubrirlo. Empezar por entender que uno está más lleno de incertezas que de certezas es un buen primer paso. Lo que sigue es darse mucho tiempo para experimentar y equivocarse, para olvidar las normas establecidas... y tener la cabeza lo suficientemente abierta como para permitirse la duda, el fallo, el replanteamiento... Y, sobre todo, el asombro.

Supongo que me dejé contagiar del espíritu de aquel colectivo, del campo labrado que me rodeaba y de la propia BAU, porque en uno de los muchos meandros que tuvo nuestra charla a la vera del fogón me encontré rememorando una vieja analogía que hacía mucho que no empleaba, herencia de aquellos tiempos en los que quise ser biólogo: la biblioteca como micelio.

Un micelio es, en mi opinión, una de las estructuras biológicas más fascinantes que pueblan nuestro planeta. Se trata de la parte vegetativa de cualquier especie del reino de los hongos: un entramado de filamentos blancuzcos llamados hifas que, por lo general, se desarrollan a nivel subterráneo. Pueden alcanzar unas dimensiones impresionantes: se ha calculado que algunos cubren cientos de hectáreas, y no son pocos los biólogos que los consideran los seres vivos más grandes del mundo.

Por un lado, los micelios descomponen la materia orgánica del suelo, creando nutrientes para los propios hongos y para el resto de organismos que los rodean. Por el otro, forman asociaciones llamadas micorrizas con las raíces de plantas y árboles, ayudándolos a absorber y asimilar nutrientes. Curiosamente, se ha demostrado que las extensas redes de micelios conectan un bosque por debajo, moviendo agua y nutrientes allí donde se necesitan, soportando la estructura del suelo, procesando los restos, eliminando los productos tóxicos...

Puede decirse que conforman los cimientos de un ecosistema saludable. Una malla que hace que la vida sea verdaderamente comunitaria.

En algún momento se me ocurrió que una biblioteca —o una red de ellas— podría funcionar así. O debería hacerlo. Visible o invisible, eso importa poco, aunque a veces la invisibilidad (lo mismo que la pequeñez) es bien útil a la hora de evitar golpes y presiones. Imaginé un sistema multiforme de bibliotecas que uniese ciudadanos, colectivos, organizaciones e instituciones con una delicada trama de hilos sutiles, hechos de información y saberes. Una trama siempre adaptable, siempre en evolución, porque los tiempos cambian y con ellos la gente y sus necesidades. Y porque los gestores de la información necesitan estar unidos y ser flexibles para adaptarse a los problemas que van a tener que afrontar precisamente por gestionar información.

[Pues la información es poder... con todo lo que ello significa y representa]

Una biblioteca (o un colectivo de ellas) tan amplia y tan viva y tan útil como un enorme micelio sería un interesante experimento.

Con la confianza de que esa metáfora —o, cuanto menos, una partecita de ella— alguna vez se convirtiera en realidad, salí caminando de aquella vereda de la ruralidad bogotana, dejando atrás un montón de gente hermosa pintando murales, labrando la tierra, jugando con un par de perros, rescatando ranitas y renacuajos de los charcos, y manteniendo vivo el proyecto de una biblioteca que pueda ser más que libros y promoción de la lectura. Una biblioteca que incluya la información que palpita en la tierra y que se mueve con las nubes, y esa que todavía viaja entre las bocas y los oídos de los viejos labradores de surcos, y muchos otros saberes...

Porque precisamente el mayor valor de la biblioteca está en lo tremendamente adaptable que puede ser. Todo depende de nosotros. De que nos quitemos los estereotipos de la cabeza y los límites de los ojos y las manos, y seamos capaces de ver micelios donde otros ven cuartos cerrados y estanterías ordenadas.

 

[Este texto fue escrito en 2019. Desde entonces he escrito algunas cosas sobre micelios. Y ruralidades. Todos mis textos pueden consultarse en mi espacio de almacenamiento en la plataforma de acceso abierto argentina Acta Académica].

 

Acerca de la entrada

Texto: Edgardo Civallero.

Fecha de publicación: 11.04.2023.

Foto: Edgardo Civallero.

Sé que pueden quemar libros, arrasar bibliotecas, prohibir lenguas, desterrar creencias, borrar pasados, dibujar presentes, ordenar futuros, torturar y ejecutar personas. Pero también sé que aún no han descubierto como matar el cuerpo intangible y luminoso de una idea, de un sueño o de una esperanza (E. Civallero. Cabecera del blog Bitácora de un bibliotecario entre 2004 y 2014).

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