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Notas desde el páramo
Escritos de un bibliotecario en los Andes colombianos
[Este texto fue publicado originalmente en Agenda Cultural UdeA, 308, may.2023, pp. 11-15].
Amanece fuera. En realidad, debería decir que "aclara": hace días que no veo el sol en este mundo paramuno, lloviznoso y nebliniento. La montañita está fría hoy, opaca, húmeda, e invita a calentar el tinto mañanero y a tomárselo espiando el mundo desde detrás de la ventana, bien envuelto en la ruana y cerquita del fogón.
Una bandada de tinguas pasa volando por debajo del inmenso rebaño de nubes que cubre todo el horizonte a la vista. Parecen dirigirse sin prisas hacia la no tan lejana Bogotá, las nubes. Seguramente saciaron su sed en los humedales de Chingaza, aquí, a tiro de piedra, y pasaron la noche arrunchadas entre los viejos frailejones que todavía mantienen sus raíces enganchadas a esos cerros.
Allá enfrente, cruzando la quebrada —siempre oculta por una maraña de chusques—, chilla la pareja de yátaros que cada mañana sube a comer a la loma, al retazo de bosque alto-andino que sobrevive entre cultivos de papas y prados para vacas lecheras. Cuentan los que saben y recuerdan (y todavía tienen ganas de contar) que sus picos son mágicos, especiales para los que andan con mal de amores, y que, cuando gritan, en realidad están diciendo "diostedé". En el bosque que visitan —pequeño universo de musguitos, telarañas perladas de gotas, y líquenes blanquecinos colgando en jirones— se dedican a devorar uvas camaronas, o a picotear las curubas silvestres, y se ocultan entre el follaje de un puñado de gaques que aún se empeñan en sobrevivir. Árboles altos, esos gaques, de troncos recios, con sus ramas todas tapizadas de suches, y de unos quiches que entre sus hojas rígidas acumulan agua. Dicen los contadores que esa agua es buena para las dolencias del corazón. Las del corazón de verdad, no las que cura el pico de tucán.
Abro la ventana y le pego un grito al gato gordo y gris que anda acechando a una quincha de calcetines blancos que busca desesperadamente un par de sorbos de néctar en las dos flores que le quedan al borrachero que cubre el frente de la casa amarilla y campesina en la que vivo. Una casa con techo de palo de monte y guadua, cuatro perros a la puerta, un montón de arañas okupando los rincones, y el gato gris y gordo, que me odia por no permitirle desayunar colibríes. Una casa en un mundo de techo generalmente gris y suelo eternamente verde, en donde la mitad de las cosas tienen nombres en muisca y tradiciones que explican sus porqués y sus para qués, y en donde los ritmos —cada vez más rotos y olvidados— tienen más de adagio que de andante.
Una casa en la ruralidad.
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Detesto las etiquetas. Y el campo, la montaña, la costa, la selva —es decir, lo no-urbano, lo rural— han recibido tantas que no sabría por dónde empezar a nombrarlas. Son muy notorias, y muy molestas, especialmente cuando uno vive aquí. En el campo. En la montaña. En el páramo, con su gato gordo lamiéndose la pata izquierda y mirando de reojo al mirlo que bajó a picotear la tierra empapada por el chaparrón de ayer por la noche.
No siempre viví en el campo. Nací en Buenos Aires. A mis diez años, y por esas cosas de la migración, me encontré viviendo al otro lado del océano, en un pueblo chico adormilado en los llanos polvorientos del sudeste de la isla de Gran Canaria. Un pueblo rodeado de cultivos de invernadero, a dos kilómetros de un mar surcado por pescadores, y a cinco de unas montañas en donde la vida campesina grancanaria no había cambiado demasiado en los últimos dos siglos. Fue allí en donde conocí eso que algunos han dado en llamar la ruralidad. La "vida de campo". Y junto a ella descubrí el sabor de las culturas e identidades locales, y el valor de la lengua y de la oralidad para conservarlas, y la necesidad de todas ellas para entender (y enamorarse de) un territorio en particular.
Luego volví a Argentina. A las montañas del norte de la provincia de Córdoba. Mi historia se repitió, con el agregado de descubrir a los invisibilizados pueblos originarios de mi terruño natal. Terminé residiendo en una ciudad, nuevamente, pero no pude despegarme del campo, y pasé los años siguientes deambulando por comunidades campesinas e indígenas de todo el continente. Por entonces yo ya era bibliotecólogo, y mi interés por las culturas, las oralidades y los territorios se había vuelto más intenso que nunca. Estaba lleno de inquietudes, de preguntas. ¿Qué rol podían o debían jugar las bibliotecas y los archivos en esos espacios, en esas comunidades? ¿Qué papel habían desempeñado en el pasado? ¿No habían sido, acaso, herramientas de aculturación, de despojo, de colonialismo?
Tiempo más tarde volví a migrar, de nuevo a España. A un pueblo de antiguos pastores y labradores ubicado en la "sierra pobre" de Madrid. Allí aprendí a sembrar, a buscar mi comida en el bosque y la montaña, a conocer los ritmos que marcaban los cielos... Todo de la mano de un puñado de ancianos que eran conscientes de que sus saberes, acumulados generación tras generación, se iban a ir con ellos. Fue allí en donde descubrí que cultivar la tierra (y enfrentar plagas, sequías, granizos, heladas...) es una de las labores más duras a las que me he enfrentado; que cuidar de un rebaño de ovejas no tiene nada de adorable; que asegurar el sustento dependiendo únicamente de lo que el entorno ofrezca es una auténtica pesadilla. Fue entonces cuando entendí que el mundo que nos rodea —eso que algunos llaman "naturaleza", y que miran como algo lejano y ajeno— no tiene misericordia jamás, con nadie ni con nada, y que todas esas sociedades que han logrado mantenerse vivas a lo largo de los siglos en esos espacios (y que nos han mantenido vivos a los demás con su trabajo) merecen mi admiración y mi respeto.
Años después de mi llegada a aquel rincón montañés, comenzó a arribar allí una corriente migratoria interna: los neo-rurales, jóvenes urbanitas, generalmente madrileños, que querían buscarse la vida en el campo. La mayoría llegó creyendo saberlo todo: los campesinos locales eran un rasgo pintoresco de aquellas montañas, pero lo que se necesitaba eran emprendedores como ellos, que supieran "sacarle el jugo a la naturaleza" sin quedarse anclados en saberes de hacía cinco siglos. Aquellos individuos convirtieron una planta de tomate en trending topic, compartieron sus "despertares" en sus video-blogs, crearon un montón de microempresas innecesarias e irrelevantes (aprovechándose, de paso, de las ayudas estatales que buscaban revitalizar lo rural) y, tras descubrir que esa "naturaleza" que pretendían dominar tampoco tenía misericordia con ellos (y que el enfoque New Age tampoco servía), terminaron yéndose por donde habían venido. Atrás quedó lo que terminó llamándose "la España vacía": la ruralidad española, despoblada y sola. Sin siquiera esos abuelos que me enseñaron lo mucho o poco que sé sobre terrones, aves migradoras, acequias, espárragos, lluvias y ovejas... Y sobre gatos grises enchunchados panza arriba, aburridos de no poder perseguir bichos libremente.
Tras varias vueltas y revueltas, decidí asentarme en Colombia. Cosas de la vida. Hoy por hoy paso mi tiempo entre la gran vorágine bogotana y esta casita amarilla y paramuna, en donde estoy reaprendiendo el viejo arte de escuchar a la montaña, y al viento, y a las nubes, y a los yátaros-comedores-de-uvas-camaronas. Y digo que debo "reaprender" porque cada territorio tiene su propio ritmo, su lengua, su cultura, su historia, su identidad y sus tradiciones. Si uno pretende conocer, entender y hacer suyo el lugar en el que vive debe prestar atención a esos detalles, dedicarles tiempo y curiosidad. "Ponerles cuidado", como dirían, inmejorablemente, por estos pagos.
Cada rincón de este mundo nuestro tiene esos elementos. Elementos que los definen, que los hacen lo que son. También las grandes ciudades, aunque, al parecer, resulte mucho más atractivo acercarse a esto que se ha dado en llamar ruralidad. Lo no-urbano. Ese margen semi-exótico que sigue provocando tanta curiosidad pero que, paradójicamente, pocos se preocupan por conocer de verdad.
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Decía antes que odio las etiquetas, y la de rural se ubica bien arriba en la lista de las que más se me atragantan. Básicamente porque se opone a urbano, se posiciona como la "periferia" de ese "centro" que es la ciudad, y suele ser sinónimo de "atraso". O estar asociada a ideas romantizadas de un falso "retorno a la naturaleza", o de cosas primigenias y ancestrales. O estar vinculada a estereotipos desinformados, huecos y revenidos.
Estos espacios, este páramo que hoy habito y reconozco, han sido tradicionalmente ignorados, denigrados y ridiculizados. O tratados con una deferencia innecesaria. Y dejados siempre de lado, marginalizados. El haber quedado relegados a ese margen, empero, no significa que esos territorios hayan perdido su voz, o sus valores, o sus ideas. Como bibliotecario que soy, sé que es en los márgenes en donde se comenta dinámica, descarada, crítica y rebeldemente el texto principal: ese puñado de ideas inmóviles, fijadas para siempre en unos rectos renglones impresos, que intentan implantar las versiones oficiales de los hechos y las cosas. En los espacios en blanco que rodean lo negro florecen las glosas, los comentarios, las "otras historias". Lo mismo ocurre en las "periferias". Le pese a quien le pese, esos márgenes son trincheras de resistencia y siguen hablando, siguen sabiendo quiénes son y en donde están. Y si bien muchas veces han cedido sus posiciones o incluso se han deshecho, suelen ser celosos protectores de sus historias y sus identidades.
Han sido los habitantes de esos márgenes —empecinados en recordar, aunque lo hagan sin querer queriendo— los que me han enseñado que ese pájaro que yo siempre conocí como mainumbí, picaflor o quenti también se llama quincha. Así, muiscamente. O que el pico del yátaro —otra palabra probablemente muisca— tiene propiedades medicinales, y que su dueño come tal o cual fruta, y que lo hace en tiempos de fríos o de calores, o cuando el viento sopla desde ese cerro o hacia aquella quebrada, o cuando la niebla se porta de esta o aquella manera. Es gracias a ellos y a sus formas de hablar que este extranjero está logrando, despacito y con mucha paciencia, entender este territorio que ahora es el suyo, y esta cultura local, particular, única. Y todas sus memorias, sus recuerdos, sus quehaceres, que nada tienen de romántico, a pesar de que sean bellos y evocadores.
Gracias a los que recorren estos caminos al costado del mundo, esta ruralidad, yo puedo nombrar cada una de las cosas que veo desde aquí, desde detrás de la ventana, envuelto aún en esta ruana mía, gruesa, blanca y con olor a oveja. Puedo decir cada una de ellas: tingua, chusque, yátaro, curuba, gaque, suche, quiche, quincha... Decirlas es reconocerlas, darles vida con la voz y el pensamiento. Es mantener viva, además, una larguísima tradición de decidores que entendieron que, para transitar un territorio, era necesario saberlo y pronunciarlo. Pues, en definitiva, para eso existe el lenguaje.
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Fuera comienza a lloviznar. El eco del retumbar de un trueno llega desde el norte, desde Tocancipá, Zipaquirá y Sesquilé, esos lugares de nombres y herencias antiguas. Vendrá tormenta: hay golondrinas volando bajito, y las típulas golpetean contra el vidrio de la ventana, queriendo entrar. El que también golpea, con la misma intención, es el gato gris. Lo dejo pasar y lo consiento con un pedacito de queso; al fin y al cabo, no lo he dejado cazar su pan de cada día. Los yátaros vuelven a chillar a lo lejos, y un turpial montañero silba su "tu-tí, tu-tí, tu-tí" cerca del camino, quejándose, estoy seguro, del frío intenso que está bajando, y de la sempiterna humedad, y de esta luz gris que lo impregna todo.
Me pongo las botas pantaneras, me embuto en un pulóver grueso y gastado, y salgo a proteger las plantas de la huerta del aguacero que se viene. Es hora de empezar el día aquí, en la ruralidad.
Acerca de la entrada
Texto: Edgardo Civallero.
Fecha de publicación: 31.10.2023.
Foto: Cascada de Mundo Nuevo, Cundinamarca. Edgardo Civallero.